EL COLAPSO Y EL CAMINO

CUERPO °ALMA° PALABRA


 “Todo encuentro casual

   es una cita.”

Jorge Luis Borges

 

 Existe un interés en mí

por rastrear

el movimiento sentido.

Nota de la autora inspirada

en el libro “Del cuerpo al alma” de Leticia Aldax y Marcel Gaumond

 

    Sentir el cuerpo. Pensar sobre él, reflexionar y observarlo. Habitar sus formas, sus modos, el deseo o la apatía que en él reposan. Oler los miedos, tapar las ganas, silenciar las necesidades. Todo en un mismo ser. ¿Cuántas narrativas conviven dentro de nuestros cuerpos? ¿Cual suele ganar la pulseada? ¿Y qué ocurre con nuestra voluntad en medio de un caos de huesos, tejidos, carne, emociones y pensamientos?

Podemos fácilmente señalar al sistema industrial en que vivimos como promotor de la disociación. El auspiciante del caos. Y sí, forma parte del todo. Sin embargo, hay algo más en lo profundo. Creo que siempre hay más fondo sobre aquello que se ve. No puedo dejar de sentirme parte fundamental del movimiento masivo. Toda singularidad forma parte del colectivo. Me pregunto qué rol ocupa mi cuerpo-ser en todo esto. ¿Lo llevo conscientemente o es arrastrado por la inercia? Entonces, ¿ cuál es la orilla de la voluntad?, ¿qué vitaliza a mi plexo? Puede resultar complejo elegir dónde y cómo colocar nuestro cuerpo en medio de una maquinaria social desalmada. Y claro que no es un camino fácil. De hecho, muchas veces, ese camino comienza con el colapso. Carl Gustav Jung sostiene que “no hay toma de consciencia sin dolor”. De esto vengo a hablarles: del camino, del dolor y del estado de bienestar que podemos encontrar si nos entregamos al no-tiempo orgánico, cíclico y ancestral. Y si nos adentramos a nuestras propias sombras para sentir la sangre que bulle.

Una gran amiga, Natalia Nuñez, me compartió esta reflexión hace algunos meses: 

“No ir al ritmo de la mente pensando que vamos con el cuerpo. Sino ir al ritmo del cuerpo sintiendo cómo se resiste la mente.” Un paradigma muy diferente al que venimos sosteniendo con sacrificio desde hace varios cuerpos generacionales. Recuerdo que cuando esta frase llegó a mí, sentí una suerte de impacto, como si algo dentro mío se volviera sobre mi esqueleto y me mostrase cómo corría sobre mis propios hombros. Durante muchos años de mi vida olvidé que la tierra me sostiene, que me acuna y me da respiro. Las plantas de mis pies sufrieron grandes desmemorias y mi “lugar seguro” fue, durante un largo tramo, los pensamientos de los cuales colgaba. Es curioso y sincrónico, desde la mirada jungiana, caer en cuenta de que durante esa charla con Nati, yo vivía en el Sur, muy cerquita del Cerro Piltriquitrón. Su nombre significa colgado de las nubes. Existe algo del espacio y la atmósfera que nos rodea que influye en el vínculo que se teje entre el cuerpo y la voz interior. Y es entendible, en muchos casos, no estar ni cerca de oír esa voz en medio de tanto ruido. Pasé por esos túneles sórdidos. A veces los vuelvo a habitar. Siempre estarán ahí. Son parte nuestra, un costado más de nuestra sombra feroz y sigilosa. Pero con paciencia y prácticas de autoconocimiento, fui desplegando remansos en medio del bullicio. ¡Cuidado con los idealismos! Vivir en el bosque tampoco es garantía de una escucha clara. Muchas veces, lo ensordecedor empuja desde dentro. Así me sentía entonces. Está más que claro en mi presente que el campo responde a las propias narrativas y que aunque vayamos en contra de nuestra propia energía, la voz del alma siempre sabe. Tarde o temprano tirará de nosotros, de nuestro cuerpo, para recordarnos. 

 “Yo, entiendo el cuerpo. Y sus crueles exigencias. Siempre conocí el cuerpo. Su torbellino atolondrante. El cuerpo grave.” Este pasaje de Clarice Lispector me encuentra con un rincón de la verdad. Esa que se encuentra “haciendo consciente la oscuridad y no fantaseando figuras de luz”, parafraseando a Jung.Y es que siempre sabemos. La verdad se asoma en forma de síntoma corporal. Se filtra entre nuestros pliegues luminiscentes. Sabemos porque sentimos, aunque la mente se esfuerce por negar, silenciar u ocultar con cuantas distracciones tenga a la mano.

Una mañana de mi otoño número 25, me desperté luego de haber visto, entre el sueño y la vigilia, imágenes de una situación traumática que viví de pequeña y que no recordaba hasta ese momento. Mi sombra vino a mí y me tironeó las piernas. Mi cuerpo colapsó de memorias que buscaban salida. En ese momento, quise levantarme para intentar seguir con mi día de “responsabilidades impostergables" pero mi cuerpo no respondía. Sentí un fuerte dolor y grité. Fue un dolor grave, como el cuerpo de Clarice. Esa experiencia cambió drásticamente la dirección de mi rumbo, hasta ese momento. Hacia “afuera” sí. Pero sobre todo el rumbo para conmigo misma. Los meses siguientes fueron como aprender a caminar de nuevo. Reboté de traumatólogo en traumatólogo, ya que solo me ofrecían placebos y cuchillos. Ya había tenido suficiente letargo en mi sistema como para seguir adormecida o hacer desaparecer los rastros de verdad que mi materia me invitaba a recorrer para recordar. Sabía que el camino sería doloroso y lento. Y sabía, además, que transitarlo de forma consciente y presente era lo que mi alma pedía. A esto me refiero cuando hablo de la verdad. En ese entonces no me parecía extraño- hoy lo veo con claridad- el hecho de que casi nadie me preguntara qué había pasado al momento del episodio. Gracias a que la voz y yo fuimos encontrándonos en este camino de tanto dolor, no desistí y continué buscando(me) hasta llegar a prácticas como la osteopatía, el yoga y la meditación. La enfermedad vino a decirme algo que merecía ser recordado para dar un sentido a la vida que latía en medio de tanta inflamación y tensión muscular. En medio del peregrinaje, desde entonces a esta parte, fui comprendiendo que mi colapso era un síntoma de algo más grande. He tenido maestros y maestras en este recorrido, que me enseñaron a no temer al síntoma, sino a escucharlo. Del otro lado del colapso podemos encontrar la vida. Y “desde la mitad de la vida hacia adelante, solo permanece vital aquel que está preparado para morir con vida (Jung)”. El camino me fue revelado a partir del síntoma y estaba dispuesta a dejar morir una parte de mí.

  Han pasado ocho años desde aquella experiencia que marcó un antes y un después en cuanto al vínculo con mi cuerpo, con mi ser y, por ende, con el mundo. Cada vez que vuelve a mí ese momento, me sorprende cómo mi mente, ante semejante sacudida, insistía en “cumplir” con lo que tenía que hacer en el día o se lamentaba por no poder rendirle al mundo exterior sus demandas. La mente resistiéndose a las necesidades del cuerpo-ser. Hoy puedo ver todo lo que mi cuerpo de 25 años se negaba y todo lo que un cuerpo puede albergar en su mayor beneficio, siguiendo su propio ritmo que es, ni más ni menos, que el ritmo natural de la vida. Un ritmo sin etiquetas ni máscaras, sin apuros y con una escucha amorosa y presente. No solo los pasos transforman el camino. La escucha también desarticula el sentido. Luego de creer que mi cuerpo se había roto por todos lados, fui juntando mis partes, una por una. Con la suavidad con la que se cambia una planta de maceta. Y fui encontrando nuevas formas y liberándome de nudos que ni siquiera eran míos. Aún escribo sobre ello. Aún me deshojo de mí. Mientras fluya aquí dentro la sangre, seré Río que corre y narra.



Artículo publicado en la Revista digital "Eutonía con alas" coordinada por Leticia Aldax, eutonista jungiana.

https://heyzine.com/flip-book/d1dda9f9bd.html#page/1

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